lunes, 29 de mayo de 2017

Monólogo para un elefante muerto


 Son ya tantas matanzas a causa del furtivismo, tantos cuerpos de elefantes derrotados, gigantes caídos en batallas que desconocen incluso estar librando, ignorantes de los peligros que les acechan tramposos en lo alto de un árbol, junto a un riachuelo al que acuden a beber y escondidos tras una pantalla vegetal, en cualquier rincón de la selva donde les espera por sorpresa un disparo, quizás dos, tres, directos a la cabeza.
Con suerte la muerte sera rápida, de otra forma el dolor junto con el estrés y el pánico seran lo último que sientan antes de cerrar los ojos para siempre.  

 He visto a esas moles grises, esos fantasmas huidizos, tan grandotes y a la vez tan sigilosos, convertidos en una masa descompuesta que ya no recuerda lo mas mínimo a los poderosos animales que un día fueron.
Abatidos e inertes, con el rostro desfigurado tras haber descuajado los colmillos, se pudren solos mientras su grupo continúa con tristeza su camino, o quizás caminaban ya solos y no haya congéneres pues que les hagan duelo.

 Pienso hoy en todos los que he visto y en aquellos que nunca encontraremos en la inmensidad de estos bosques, que se descompondran rápido debido al calor y la humedad, y los animales oportunistas acudirán a alimentarse de su carne y de sus huesos hasta que no quede rastro de ellos, como si nunca hubiesen existido, a los que nadie habrá dedicado una palabra o un recuerdo, o un monólogo como el que leí en el libro "Fauna: Animales Salvajes de África", de mi admirado Félix Rodriguez de la Fuente. En él incluyó el monólogo para un elefante muerto donde el pueblo pigmeo canta la canción del elefante.

 Una tarde de cárdenos nubarrones descubrimos el cadáver de un elefante frente a las laderas del Ruwenzori. Estaba tan hinchado y monstruoso como si todo el miedo que pasó cuando le metieron dos balas en el cuerpo se le hubiera salido el corazón, llenando sus venas hasta hacerlas reventar debajo de la piel arrugada.
Sin trompa, sin defensas y sin la porción terminal de sus extremidades, que le habían amputado por la articulación del tarso, el maloliente corpachón del elefante me conmovió.
-¿Qué haces aquí, tendido sobre un costado, sin tus mejores atributos, cuando apenas has llegado a la flor de tu vida? ¿Quién te ha arrancado el espíritu sin cantar ni danzar en la luna nueva para devolverlo a tus antepasados? ¿Dónde están los chamanes que debieron propiciar y desagraviar a Komba, el padre de todos los elefantes, por haberte robado la vida?
Hace muchos miles de años que los hombres te matamos, hermano elefante. Pero te hemos matado a ti y a tus antepasados para alimentarnos con vuestra carne; para defendernos de los rigores del invierno con vuestras pieles; para que las toneladas de energía que atesorabais en vuestros cuerpos dieran vigor y supervivencia a nuestra propia especie. Cuando apenas balbucíamos, con el hacha de piedra en la mano y el amor a la vida en el corazón, te tendíamos ya trampas, porque eras la fuente de todos los terrores y de todas las aventuras: la muerte o la carne. ¿Quién te mata ahora y abandona tu cuerpo a las hienas y a los buitres? ¿Quién osa malgastar el tesoro de tus energías? ¿Dónde están los cazadores que no se han detenido a velar tus restos?
Yo te cantaré una canción, hermano elefante. Yo pondré en tus oídos muertos el misterio de unas palabras que aprendí de un chamán de los pigmeos efé. Unas palabras que se han transmitido de hombre a hombre, de cazador a cazador, desde el principio de los tiempos. De las tribus del mamut a las hordas de matadores de mastodontes, de los bosquimanos a los pigmeos; de todos y entre todos los que han matado la carne respetando el espíritu. De la ética antigua de los cazadores que consideraban como el más imperdonable tabú matar más de lo que se podía comer. Escucha, hermano elefante, la canción del pigmeo.
“¡Oh, elefante! Tú eres el más grande, el más hermoso y el más listo de todos los seres que huellan la selva con su pisada.
Yo no soy más que un pobre y torpe cazador que iba por la senda con la lanza pesada en la mano.
Y cuando un cazador siente el peso de la lanza en el brazo derecho, siempre quiere impulsarla con mucha fuerza hacia arriba y aliviarse.
Y como tú eres tan grande, ¡oh, elefante!, y yo soy tan pequeño y tan torpe, no vi que tu vientre cubre todo el techo de la selva. Y mi lanza se clavó en tu vientre.
Ahora ya estás muerto. Pero yo no te tocaré. Mis mujeres y mis hijos y los hombres de mi pueblo van a comer tu carne para que no se pudra y se pierda”.




Que el alma del Gran Komba, el padre de todos los elefantes, les proteja a todos ellos, africanos o asiáticos no importa, y conciencie a los hombres para que esta masacre termine y aprendan a convivir con ellos en el mismo espacio que nos ha tocado compartir, antes de que no nos quede nada por conservar.


Referencia: Rodríguez de la Fuente, F. Animales salvajes de África oriental.  León. Ed. Everest. 1982 (8ª edición).  ISBN 84-241-5901-2. Págs 109, 110, 111.